Jesús Campos García
Autor teatral, director y escenógrafo

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Publicado en: Las Puertas del Drama. (Revista de la Asociación de Autores de Teatro), 33 (2009): 3. (Especial: Premios Nobel).

 

 

Desde que Alfred Nobel tuviera el acierto de fundar el galardón con el que prestigia su memoria, ciento cinco escritores de todo el mundo han sido distinguidos con el premio mayor de la lotería literaria, generándose con tales concesiones los consiguientes beneficios mutuos que estos honores conllevan.

Y es que todo premio –no sólo los mayores, también la pedrea– genera un flujo y reflujo mediático que beneficia sobre todo al premiador, que es el que sigue presente cada año y, por supuesto, cómo no, al premiado; pero también a todos los que participan del fenómeno literario, incluidos los receptores. Y esta es una premisa muy a tener en cuenta, por más que aquí y ahora vaya a centrarme sólo en el mayor de los galardones, que estos repiques de campanas son los que mantienen despierta a la feligresía, y su oportunidad, acierto y conveniencia afecta al interés general.

En los ciento siete años que el Nobel lleva repicando, si tenemos en cuenta los no concedidos, los compartidos y el hecho de que muchos de los galardonados practicaron más de un género literario, tras un conteo rápido y, por consiguiente, aproximado, tenemos que, entre los premiados, dos eran historiadores, cinco filósofos, diez y siete dramaturgos, treinta y tres poetas, y setenta y tres novelistas.

Vistos los números –siempre clarificadores–, historiadores y filósofos no venden una escoba, de ahí el ninguneo. Dejo para el final a los dramaturgos, que es lo que nos atañe. Y felicito a las editoriales, por ser los poetas y, sobre todo, los novelistas los más promocionados. Y es que el flujo y reflujo al que antes me refería no depende sólo de la mayor o menor popularidad de los premiados, que también –de hecho, el Nobel se concede en ocasiones a escritores poco conocidos–, sino que responde a un estado de opinión, generalmente creado por los medios de comunicación, que propicia la mayor aceptación social del género. De ahí mi interés en observar la relevancia de la literatura dramática valiéndome de este detector de intereses.

Analizando con más detenimiento el listado de dramaturgos galardonados, vemos que de los diez y siete antes mencionados, sólo siete se dedicaron a escribir teatro de forma prioritaria, mientras que los otros diez compatibilizaron esta actividad con la de poetas, filósofos, o novelistas; de hecho, alguno de ellos tiene o tuvo mayor reconocimiento público por su actividad en otros géneros. Balance que pone de manifiesto que la literatura dramática no es el género más estimado en los círculos literarios. Tal vez haya sido el más envidiado –el aplauso es lo que tiene–, pero no el más estimado. Su mayor visibilidad propicia que se aireen con descaro sus subproductos –una lacra que tanto la narrativa como la poesía llevan con mayor discreción–, y esto afecta al prestigio. Por otra parte, no conviene olvidar que los autores susceptibles de recibir este galardón no fueron siempre los más difundidos. (Los inconvenientes del directo, con sus costes y su difícil rentabilidad).

Asumida esta realidad, si analizamos el listado por períodos, constataremos que la consideración o desconsideración a lo largo de las más de cien concesiones del premio no fue constante, y que el prestigio social del género y los galardones otorgados a los autores teatrales fluctuaron en paralelo.

En los primeros veinticinco años (1901-1925) reciben el galardón siete dramaturgos, de los cuales sólo dos escriben también novela, mientras que los novelistas, incluidos estos dos, fueron doce.

En los siguientes cincuenta (1926-1981, descuento los no concedidos), fueron sólo cuatro los dramaturgos premiados, de los cuales tres escribían también novela, con lo que el total de novelistas “nobelizados” asciende a treinta y cuatro.

Y en los últimos veinticinco (1982 y 2007), de los seis dramaturgos galardonados uno es reconocido sólo por su teatro, los otros cinco escriben también novela, con lo que el total de novelistas premiados en este período es de diecisiete.

(Huelga decir que el análisis comparativo con la novela responde sólo a la necesidad de tener un referente, y no al deseo de establecer confrontación alguna. La circunstancia de que los grupos mediáticos tengan intereses en el mercado editorial, y no en la producción teatral, no me parece un dato relevante).

Tras este escarceo estadístico, no hay que ser un lince para advertir que la distinta estima de los jurados del Nobel por la literatura dramática se corresponde con el distinto glamour del texto dramático a lo largo del pasado siglo. Período que comienza de forma más o menos equilibrada y que se descompensa como consecuencia del protagonismo alcanzado por la dirección de escena en detrimento del texto, así como por el auge del llamado “teatro físico” que también acontece esos mismos años. Dos fenómenos estrechamente ligados entre sí y que operan muy negativamente en la consideración que se tuvo durante esas décadas de la literatura dramática.

El dato positivo es que, tras la travesía del desierto, la tendencia se invierte y en los últimos veinticinco años, sin que se haya logrado recuperar totalmente la consideración perdida, el texto dramático vuelve a tener la relevancia que siempre tuvo y que nunca debió perder por el hecho de que se valoraran positivamente las puestas en escena que en justicia la merecían. O al menos, eso es lo que se deduce del listado de concesiones.

Otra cuestión, ya, es que “Los intereses creados” –en palabras de uno de nuestros premiados– estén retardando en lo posible esta recuperación. Nosotros, ni caso. Y mientras alcanzamos la normalidad, pues repicamos con los Nobel que tenemos.

Jesús Campos García



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