Jesús Campos García
Autor teatral, director y escenógrafo

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Triple salto mortal con pirueta

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NOTA DEL PROGRAMA DE MANO

(El cual debe repartirse tras la representación)


El infierno son los otros.

Jean Paul Sartre

O tal vez nosotros mismos.
Nota del autor


Puede que la otra vida no sea sino una invención literaria (la respuesta interesada a una demanda de eternidad), mas el hecho de que su comprobación sea imposible no invalida su realidad como expectativa. Pensar que todo acaba con la muerte es tan indemostrable como lo contrario. Ahora bien, si a esta falta de verificación le añadimos un ajuste de cuentas con premios y castigos, entonces ya no es posible sustraerse a la idea de que estamos siendo manipulados por aquellos que administran la divinidad como si fuera su patrimonio.

Es bien sabido, sin embargo, que todo estafador, para hacer verosímiles sus engaños, suele airear como señuelo alguna suerte de verdad; de ahí que siempre me interesó averiguar qué podía haber de cierto en esa concepción del más allá con la que se nos amenazaba.

Mi respuesta para andar por casa se remonta a la lectura de un libro cuyo título olvidé, en el que se atribuía el origen de los arrebatos místicos a carencias de oxígeno en el riego sanguíneo del cerebro, insuficiencias que podrían ser provoca­das por largas sesiones de oración, canto o danza (según en qué culturas), las cuales conducirían al sujeto a estados placenteros o de terror, según fuera su estado de ánimo. (Hacía referencia expresa al caso de Teresa de Ávila). Para nada aquel libro hablaba de la muerte, mas desde entonces siempre tuve claro que tales arrebatos no eran sino ensayos generales, amagos de lo postrero, y que cuando esa carencia de oxígeno fuera definitiva, nuestro placer o nuestro displacer serían igualmente definitivos.

Entrar en la otra vida o salir de ésta con la sentencia que se deriva de un estado de ánimo, de puro simple, resulta verosímil. Visto así, el más allá sería la proyección hacia la nada o hacia el infinito (que, para el caso, viene a ser lo mismo) de nuestro más acá; pues la complejísima ecuación de comportamientos que constituyen nuestra existencia despejaría de este modo su incógnita en el “autoservicio de justicia” que cada cual lleva instalado en su propia mente.

Ahora bien, ciñéndonos al ejercicio teatral que nos ocupa, lo difícil sería precisar si nos encontramos en el origen de la eternidad o en la eternidad misma. Y lo que es más importante: si la reiteración a la que Josefa y Mario están sometidos tiene que ver con hechos reales o con deseos inconfesables. Hubiera sido fácil des­de la autoría optar por una de las variantes posibles y dictar la historia de forma in­cuestionable; pero la obra surgió así, y me pareció más enriquecedor mostrar el magma de la convivencia al margen del tiempo y de la lógica (?), propiciando la inconcreción (que no la confusión) para que cada cual acomode sus reflexiones o sus evocaciones, sin sentirse arrastrado por los imperativos del hilo argumental.

Los hechos (y los deseos como un hecho más), al margen de que nuestra existencia se prolongue o no más allá de la muerte, se juzgan a sí mismos, y a sí mismos se premian y condenan. Esa parece ser la ley por la que se rige la civilización en la que estamos inmersos, e independientemente de que alguien lo utilice para sacar provecho de ello, esa parece ser nuestra naturaleza. O esto es, al menos, lo que me ha dado por pensar tras la lectura de mi propia obra.

Aunque habrá otras lecturas, que para eso ha sido escrita así.
(Jesús Campos García).

 
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Una "Valse" mortal con pirueta

Para unos, la Valse es una narración escueta, certera como la flecha volando recta a la diana, sobre la descomposición del Imperio austriaco, el de Francisco José y Rommy Sneider, que ha ocupado a tantos escritores de primerísima fila, nacidos o residentes de aquel imperio, multi étnico, multi lingüe y multi todo.

Otros, los más, aseguran que el distante, diminuto y elegante Maurice Ravel, quiso ilustrarnos sobre la Europa de la primera preguerra, con las pasiones de los Estados, codiciosos, bullendo por debajo (basta escuchar atento los primeros compases, amenazadores como la tormenta en ciernes) y las hermosas parejas de ciudadanos, ¿despreocupados?, girando mientras tanto al ritmo internacional del vals, muñecos delicados a los que sólo afea un poco el agujero en la espalda, hasta el corazón, por donde Ravel les da cuerda para que bailen, airosos al principio, tropezando luego con el descompás de la música, en el instante previo a que todo se derrumbe y llegue la masacre, los trece minutos y pico de la Valse.

Más acá o más allá de todo eso, la Valse, composición magistral, admite diversas lecturas-audiciones, empezando por la más obvia que es regalarse el oído y dejarse arrastrar por la música, pensada precisamente para el escenario como ballet. Pero podemos aprender también que en las historias de amor que se acaba no es cierto el dicho del castizo: aquello de que nunca pasa nada... y si pasa, se saluda. Con frecuencia se convierten, como escribió Ravel de la Valse, en una "vorágine fantástica y fatal".

Por eso, setenta y siete años después de que fuera compuesta, ayer o hace unos días, la misma pareja de aquella preguerra, o quién sabe si tres distintas, deciden una mañana, cuando van a separarse para siempre, que nada ha de cambiar para que todo cambie, y acuerda decirse adiós, porque la Valse así lo pide, con una copa de champán en la izquierda y el cuchillo en la otra mano, mientras bailan, progresivamente aturdidos por los giros de la danza, una triple Valse mortal con pirueta.
(José Luis Redondo).