Jesús Campos García
Autor teatral, director y escenógrafo

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pipirijaina

Publicado en: Pipirijaina, 6-7 (ag.-sept. 1974), pp. 16-18.


Desde las primeras borracheras griegas hasta el mismísimo Molière, poco nos ha quedado, a lo más la resaca, textos, palabras y más literatura. De lo que fue el teatro, nada, porque el teatro es difícil de quedar; se da, se hace la magia y desaparece.

Así, desaparece, para burla y escarnio de clasificadores, gentes de buen vivir que quieren convertir la comunicación en material estadísticoculturísticomuseístico.

En todo aquel trajín, ¿qué era ser autor? Tiempos felices aquellos en los que importaba poco analizar el sentido último de las palabras, tiempos felices tremendamente imprecisos, aparte romanticismo, tiempos jodidos con el encanto de no tenerlos que sufrir en nuestra carne, pero en último extremo, tiempos elementales donde las palabras sin vueltas ni revueltas eran lo que eran, en toda su amplitud, y siempre de menor importancia que su significado, porque eran palabras móviles, modificables, vivas, el espíritu académico no había aún conjurado sus maldiciones para convertirlas en palabras de sal.

Ser Autor, como ser tornero o pulidor, no limitaba una función, el hombre estaba dentro del fenómeno y participaba de él en su totalidad, el pulidor abarcaba toda la cantería, el tornero era alfarero hasta la médula, y el autor hacía teatro sin importarle hasta dónde sí o hasta dónde no. Las palabras que representaban sus funciones y sus mismas funciones eran medidas en unidades de artesanía. Algo ajeno para nosotros.

Pese a todo, algo se adivina a juzgar por los residuos. El autor era el que iba con el cuento, “qué os parece si hacemos”. En el fondo del autor, ser o no ser, está la propuesta. Hasta dónde la propuesta? Es otra guerra. Uno proponía, otros actuaban; de los demás, nada, no existían. La frontera que dividía propuesta y actuación no nos ha llegado, tal vez porque no había frontera. Se estaba haciendo teatro, creando lenguaje, vivificando una comunicación; los que necesitaban mayor precisión inventaron el ajedrez.


¡Maldición! Que llegó la Ilustración o La caída de la breva

Como un anticipo de los vicios de hoy –cultura dominante al servicio de la clase dominante, análisis y clasificación, sentido de la historia, aval arqueológico, fosilización–, las deformaciones latentes desde siempre, se incendian e iluminan el gran período de oscuridad. Las puertas del brillo se abren de par en par, el poder acabará por digerir a uno de sus más claros peligros. El aplauso de una dama de lujo inutiliza toda la agresividad del teatro a su servicio. El ingenio, el conocimiento, el dominio del verbo, se paga a precio de esmeralda. La compra del teatro se realiza a espaldas de todo un mundo que queda fuera. Comedia del arte, fiesta de plaza, juglares, todo a desaparecer, liquidación. Se ha inventado al autor intelectual, el autor académico, el autor plomo. Desde aquí, se sabe a ciencia cierta lo que es ser autor. El autor es el listo. Los obreros-actores reciben llenos de respeto y humillación las consignas que llegan desde la mesa. El teatro ha muerto. ¡Viva la literatura!

La breva estaba tan al caer que nadie notó que se la habían comido. Con música de Julio Iglesias, la vida sigue igual.

La máquina. Período Industrial, y reparto de especializaciones a diestro y siniestro.

A velocidad de vértigo es necesario cambiar la capacidad de vivir por la capacidad de producir. El teatro, mientras, confidencialmente, aquí entre nosotros, no está muerto, sólo está dormido. No lo digáis que lo rematan.
Desde la mesa al escenario, un gran vacío. El autor, el gran culpable, acabará pagando cara su retirada, su cultubrillantepagaputa retirada. A consecuencia, sin culpa, inocente del contubernio, el actor se empobrece, recibir órdenes acartona el sentido de la aventura, no se puede crear escribiendo al dictado. El vacío aumenta. En ese gran espacio se instalarán director, escenógrafo, luminotécnico, musicotécnico… la biblia en pasta.

El mundo de los especialistas viene en socorro del teatro, al menos hay una cosa clara, teatro no es recitar novelas dialogadas, hay que volver a encontrar la magia, pero ¿no es mucho mago? Con tanto especialista, esto parece más un sanatorio de la Seguridad Social. Consecuencia, se fabrican productos clínicos, asépticos, y cuando felizmente se consigue salvar todo este lastre técnico, el autor ya no lo es, el director propone en mayor medida el lenguaje escénico, él es el autor, el autor que entendíamos ha quedado reducido a guionista ya no cuenta, está aislado del teatro, en medio, todo un mundo de intermediarios. Actitud, quejarse en el café. Realmente se lo ha ganado a pulso.

Oportunidad. Todo encaja, ¿antes el huevo o la gallina? El teatro de los especialistas fabrica productos teatrales con menor costo, mayor rapidez y un más alto grado de perfección, lo que tiene mucho que ver con una sociedad de consumo.


Desde el consumo a la perfección

Mercado. Oferta y demanda. El teatro, producto supuestamente vendible –no siempre se acierta–, es lanzado en series que aspiran a crear el hábito de la Coca-Cola o el desodorante. El teatro mejor intencionado no escapa a las presiones del mercado, las oleadas Brecht, Grotowski… etc., sin que esto cuestione en nada los orígenes, no son sino respuestas dentro de un orden a la serie de alta comedia, vodevil o bulevar. Se persigue el éxito y nada tan seguro como trabajar sobre lo experimentado. En medio de esta alucinación creativo-económica, un problema común a todos los consumismos, escasez de materias primas, se recurre a todo, importación de textos, recuperación de clásicos, adaptación de obras literarias. A pocos se les ocurre ponerse a decir lo que tienen que decir, parece que la única misión del teatro es llenar los huecos de las temporadas.

En todo este abarrotamiento, el espectador (burgués, por más señas), que ya no tiene memoria de lo que puede ser una comunicación teatral, necesita una escala de valores para poder distinguir el buen del mal teatro –en el fondo, no sé cómo nos las arreglamos, que todo lo reducimos al bien y al mal–, y la perfección viene a ser termómetro que indique los distintos grados de calidad, lo que es lógico, ya que la perfección es uno de los atributos esenciales de las fabricaciones en serie. Pero ¿cómo puede descifrarse la realidad que nos rodea?, ¿cómo encontrar una respuesta?, ¿cómo comunicarnos con un lenguaje de perfecciones, ¿es que de verdad nos hemos creído que somos los reyes de la creación? ¿No serán los mismos mengues de la Ilustración que nos preparan una nueva trampa para ver si nos dura otro par de siglos? Porque, de verdad, con perfecciones, estamos rondando el mundo de los museos y de los fósiles. Evasión selecta, paralela a la evasión hortera, pero evasión de la realidad. Teatro de consumo selecto paralelo al teatro de consumo hortera, teatro de consumo a fin de cuentas.


Crear es transgredir

Nos están jodiendo de plano con el divide y vencerás, y encima de cachondeo, te largan lo del trabajo en equipo. La unión hace la fuerza, para despistar, pero ¿qué unión? No estamos haciendo encuestas, ni marketing. Crear es transgredir –lo contrario es vegetar–, y no se puede, ya, para empezar, partir de organizaciones a imagen y semejanza del mundo que no nos gusta. Si es que realmente no nos gusta, claro, no vaya a resultar que en el fondo… Porque está bien acomodarse en la menor forma posible a las estructuras de producción y promoción que el mundo capitalista pone a nuestro alcance (se podría rajar mucho sobre esto), pero lo que de ningún modo puede ser aceptable es instalar al enemigo en el mismo tuétano de la creación.

Así, de pasada, la actual estructura de creación teatral, pienso, tiene mucho que ver con los sistemas colonialistas, o neocolonialistas. Un autor-guionista producto de materia prima que se correspondería con la colonia subdesarrollada. Unos actores a los que podríamos situar ya en la metrópoli, obreros de la metrópoli, sin ningún poder decisorio pero participando, al menos con su situación física, sobre el escenario de las ventajas del sistema. Un cuadro intermediario de especialistas que aplicarán su capacidad técnica para la transformación de materia prima + mano de obra en producto manufacturado, así como la difusión y promoción del mismo, tal como ocurre con las clases burguesas de la potencia colonizadora. Y sobre todos, el director y el empresario, llamados así con propiedad y de los que resultaría obvio indicar paralelismos.

Yo no tengo la respuesta, pero me parece a mí que sobra gente a manta. Propuesta y actuación, eso es un colectivo; lo demás son gaitas. Si hay que fingir orden para sobrevivir, adelante, por bajo, trabajar anárquicamente, escandalosamente, sin límites, estamos buscando respuestas, no uranio.


Personalmente, enciclopedias no

De verdad tiene que haber algún camino para salir de esto. Que cada cual invente. Personalmente pienso asumir todos los campos de la propuesta: texto, apuntes a la actuación, espacio, música, coreografía… es decir, uno solo, la propuesta. Perder la mayor eficacia de un equipo de especialistas a cambio de la unidad en la energía de arranque, que ya la realidad física de los actores modificará la propuesta y la diversificará. Todo a ojos cerrados, torpemente, con desgarro. Que rezume la sangre, no la técnica.

Así expuesto, no me extrañaría que más de uno piense que esta forma de plantear el proceso de creación se debe a un deseo de acaparar los distintos lenguajes que intervienen en el teatro, y que esto va contra una de sus características esenciales, la colectividad; puede ser. Lo que ocurre es que me ronda la idea de que teatro no es muchas cosas que se pegan, y aunque se preste a confusión la circunstancia de su proximidad con los distintos campos de la creación, el lenguaje escénico es uno solo, por eso persigo desarrollarlo como algo unitario, y no sumando literatura + música + recitado + pintura + danza; que eso más da tufo a enciclopedia. (Aberración de la fórmula sería: mejor literatura + mejor música + mejor pintura + mejor danza = mejor teatro). Me barrunto que las cuestiones de creación están más cerca de la magia que de la matemática, aunque, por última paradoja, dentro de toda magia sospecho exista un sorprendente orden matemático.

Pero vamos debajo de los barruntamientos, presentimientos y sospechamientos, vamos también fuera del teatro, que a veces el estar dentro ofusca. Y a los que defienden la idea de un autor subdividido, yo les preguntaría, ¿por qué no también subdividir al escultor, al compositor o al novelista? ¿Vale un ejemplo? ¿Creen de verdad que Kafka habría mejorado su Metamorfosis trabajando en equipo con sociólogos, psicólogos y biólogos? Mejor escritor + mejor sociólogo + mejor psicólogo + mejor biólogo = mejor revelación de la sociedad en la que se pudría. ¿No será que nos están proponiendo una fórmula con la que nunca podremos llegar hasta el fondo de las cosas? Incautamente, ¿no les estaremos haciendo el juego?

Volviendo al colectivo, prefiero andar con pies de plomo, porque el no haberlo experimentado me impide desenvolverme con seguridad. En cualquier caso, ya en teoría, el eliminar intermediarios no sólo dará mayor campo de acción a la propuesta, sino también a los actores. (Peor que están no van a estar). En cualquier caso, el actor debe ser, sin sombra de paternalismo alguno, el que recupere el lugar que el teatro de los especialistas le ha arrebatado. De él tiene que partir la decisión de dejar de ser una casete programada, suya tiene que ser la necesidad de transgredir desde su realidad física la realidad de su vida cotidiana. Lo demás serían paños calientes.

Quizás esté aún lejana la liquidación del teatro de los especialistas. Muchos de los autores que podrían ser totales (es frecuente encontrar autores que pintan o dirigen textos de otros, escenógrafos que escriben o directores que dibujan) han cedido a las presiones del sistema y han desarrollado solo una parcela de sus posibles recursos de lenguaje; su visión unitaria del espectáculo ha podido realizarse; puede que ni sean conscientes de esa alternativa e incluso que estén convencidos de que la especialización es el modo de seguir. Bien, tampoco pretendo imponer. Afortunadamente, no creo que existan reglas fijas para nada. A mi modo, voy a intentar unificar la propuesta, que es una forma de equivocarse como otra cualquiera. Que cada uno se rompa las narices como sepa. En cualquier caso, no tiene sentido que continúe aquí pariendo sobre lo que fue, es o puede ser un autor; que cada cual se pregunte qué quiere del teatro y no deje que nadie se lo conteste, porque, en definitiva, lo que importa es hacerlo, no predicarlo.


Atención. Nota muy importante

A los que la lectura de este artículo haya producido zozobra, indignación, indiferencia, cavilación, cachondeo, histeria o arrepentimiento, quiero advertirles cariñosamente que todo lo que aquí he contado… es mentira.

Jesús Campos García



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