Jesús Campos García
Autor teatral, director y escenógrafo

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“Ideas para una política teatral alternativa”

(Ponencia leída en el II Congreso Nacional de Autores de Teatro. Salamanca, Palacio de Congresos y Exposiciones de Castilla y León, marzo 1995).


 

 

 

 

 

 

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Publicado en: República de las Letras, 6 (Extra Diciembre 1997). (Monográfico: II Congreso Nacional de Autores de Teatro: “4 generaciones de autores españoles en activo”), págs. 61-66.

 

Hace aproximadamente un año, la Ministra de Cultura convocó a los profesionales del teatro con el fin de reflexionar juntos sobre las posibles iniciativas que convenía adoptar para salir de la crisis. Estábamos allí no sólo las víctimas de la tan cacareada crisis, sino también sus causantes; y todos, hermanados en el deseo de superarla, pedimos entonces reducción de impuestos, subvenciones por entrada vendida o, simplemente, incremento de las ayudas habituales; y aunque no faltaron propuestas puntuales de distinta naturaleza, como la del fomento del teatro infantil o las que yo mismo hice sobre la vertebración del público y sobre modelos alternativos de producción, puestos a resumir lo que allí se dijo en una sola frase, ésta sería: "Dénos usted más dinero para que sigamos haciendo lo mismo", petición que, de atenderse, ayudaría a solucionar los problemas económicos de la profesión, pero no resolvería en lo más mínimo la falta de vigencia social del teatro.

Nadie confunde la pintura que se expone en el Reina Sofía con la que se vende en El Corte Inglés, ni la música de los Cuarenta Principales (a excepción de los monjes de Silos) con la que se escucha en el Auditorio Nacional.

¿Pero es que no se puede hacer algo distinto? No digo transformar radicalmente el sistema ("En tiempo de crisis, no hacer mudanza"), pero al menos sí experimentar otro tipo de actuaciones por ver si alguna resultara eficaz. En ese sentido, y en esa dimensión, hay que arriesgar. Para empezar, yo propondría actuar en la raíz del problema en vez de paliar sus consecuencias. Conviene, pues, diagnosticar el mal, y antes incluso de establecer el diagnóstico, sería conveniente aclarar de qué enfermo estamos hablando; tal es la confusión a la que hemos llegado. Dije en aquella ocasión, y lo reitero ahora, que importa precisar a qué teatro nos referimos cuando, para defender nuestra economía, argumentamos su interés cultural. Nadie confunde la pintura que se expone en el Reina Sofía con la que se vende en El Corte Inglés, ni la música de los Cuarenta Principales (a excepción de los monjes de Silos) con la que se escucha en el Auditorio Nacional; sin embargo, son muchos los que se rasgan las vestiduras cuando se apunta la posibilidad de establecer esta frontera en el teatro, por más que todos la tengamos muy clara. Los empresarios, cuyas voces son las que últimamente se hacen oír con más fuerza, consideran que todo teatro es cultura y que, como tal, todo teatro debe ser subvencionado; de ahí su propuesta para que se les prime en función de las entradas vendidas, lo que podría llevarnos a la aberración de que el Ministerio de Cultura acabara apoyando los espectáculos de menor interés cultural. Si el teatro es un sector industrial de gran importancia por su capacidad de generar empleo y por revertir fuertes cantidades a la hacienda pública, tal como se argumentaba en aquellas reuniones, me parece perfecto que se utilicen estos argumentos ante los ministerios correspondientes (Trabajo, Industria, Economía y Hacienda) pero, por favor, utilicemos los argumentos culturales únicamente para defender intereses culturales. Dejémonos de enredar, y no forcemos al Ministerio de Cultura, valiéndonos de nuestra capacidad de protesta pública, para que dedique toda su atención a la solución de los problemas gremiales. Una acción de Estado en política cultural no puede limitarse al bienestar económico de los artistas, sino que debe orientarse a la difusión de su obra. Y no sólo porque así se resuelven sus problemas laborales, sino, sobre todo, por el efecto vitalizador que la difusión del teatro producirá en el conjunto de la sociedad.

Aquí debe comenzar todo diagnóstico y aquí debe ejercerse, con la mayor decisión, el tratamiento de choque que el teatro necesita.

Mientras en todo el mundo occidental (también en los Países del Este) el teatro, tradicionalmente burgués, extendía su difusión a sectores más amplios de población, y sus creadores evolucionaban en el ejercicio de la vanguardia, en España la dictadura restringía el uso del teatro a la burguesía de unas cuantas ciudades y, simultáneamente, impedía el libre ejercicio de la creación degradando el contenido de lo que se ofertaba, con el consiguiente divorcio teatro-sociedad. Es verdad que a finales de los sesenta y principios de los setenta, esta relación se vitalizó, al convertirse el teatro en un arma muy eficaz en la lucha política, pero lo cierto es que, al conseguir sus objetivos, quienes lo habían utilizado para tal fin consideraron que ya no les era necesario (puede incluso que lo consideraran peligroso) y lo dejaron caer. Ésta es la herencia que nos hemos dado. Y ésta es la situación.

El resultado es que estamos ante una sociedad de escasa cultura teatral; con una fuerte tradición, cierto, pero hoy día, desligada por completo del teatro. Resulta obvio que, para paliar esta anomalía, necesariamente hay que actuar desde la educación; pero no sólo desde la educación, también desde la vertebración de la sociedad civil. Con ambas actuaciones podría generarse una base social suficiente para sustentar la práctica teatral.

Es urgente, pues, comprometer al Ministerio de Educación y Ciencia para que en sus planes de estudios y en todos los niveles, incorpore la enseñanza del teatro, con las orientaciones específicas que a cada nivel le corresponda: el teatro como juego en la primaria, el teatro como expresión artística en la secundaria, el teatro como herramienta de conocimiento en la universitaria; lo que debería complementarse (para un mejor conocimiento de la asignatura, en su doble vertiente, teórica y práctica) con la asistencia a espectáculos que, seguidos de análisis y debates, ayudarían a su formación como espectadores críticos. (Huelga decir lo que esto supondría para la economía del sector). Por último, en lo que al Ministerio de Educación y Ciencia se refiere, quisiera poner especial énfasis en la conveniencia de estimular, desde la escuela, la escritura teatral. Y así como se ejercita al alumno en la redacción, se le deberían proponer ejercicios de dramatización, lo que sin duda despertaría "vocaciones" y acabaría proporcionando más y mejores autores en el futuro.

Paralelamente, y dentro de la enseñanza no reglada, sería oportuno considerar la reconversión de gran número de centros de enseñanza teatral (actualmente dedicados a la formación de actores) que, a consecuencia de la falta de demanda y pese a sus indudables buenas intenciones, sólo consiguen generar frustración. Debidamente estimulados, dichos centros podrían dedicarse a impartir los conocimientos básicos necesarios para la práctica del teatro como actividad de ocio, revitalizándose así el "teatro aficionado"; lo que no sólo aumentaría el número de potenciales espectadores sino que, a su vez, estos artistas no profesionales, convertidos en líderes de opinión dentro de su entorno familiar y social, generarían un efecto multiplicador que contribuiría a difundir conocimientos y afición.

Bastaría, pues, con dotar a la sociedad de docentes y monitores que estimularan y coordinaran la práctica de un teatro de base; facilitando, eso sí, una mínima infraestructura de locales para posibilitar la actividad.

(Imposible, al mencionar las infraestructuras, no hacer un aparte para lamentar la nefasta labor de los arquitectos en este aspecto, pues al proyectar colegios, facultades, residencias etc., siempre ignoraron que un teatro puede convertirse en salón de actos mientras no sucede igual a la inversa; aunque tal vez lo que ocurra es que ignoran lo que es un teatro. En este sentido, no estaría de más propiciar desde la Administración la convocatoria de cursos de posgrado para familiarizarlos con las técnicas de la escena, y así, de paso, se evitaría que incluso los locales proyectados para tal fin se construyan de forma inadecuada)

Expuesta la docencia del teatro (omito intencionadamente la formación del profesional por considerarla merecedora de un monográfico), pasemos a la vertebración del publico, o lo que es lo mismo, propiciemos la creación de asociaciones de espectadores. Sin duda, tal programa tendría más sentido, se entendería mejor, dentro de una política global de vertebración de la sociedad civil (nada que ver con la realidad). Pero ciñámonos al tema que nos convoca. En lo que al teatro concierne, tal iniciativa supondría un estímulo para que el público abandone su actitud, tradicionalmente pasiva, y reclame su protagonismo. ¿Cómo hacerlo? Partiendo de la mínima vertebración que aún subsiste (asociaciones culturales, grupos de empresa, asociaciones de vecinos, cooperativas gremiales, etc.) y creando asociaciones paralelas o vinculadas. ¿Con qué estímulos? Mejor precio en las localidades (aquí sí tendría sentido subvencionar por localidad vendida), transportes colectivos, coloquios tras la representación, etc. Éstos serían sus fines básicos, pero su actuación no tendría por qué detenerse aquí; una asociación de asociaciones podría tener fuerza económica suficiente para organizar giras, e incluso para propiciar la producción de espectáculos de su interés. La propuesta puede tildarse de utópica: se pretende, nada menos, que agrupar a quienes hoy no son ni espectadores. Bien, pues si no lo intentamos, ni se agruparán, ni lo serán.

Queda en el aire un peligro que no conviene pasar por alto. Cuando vayan al teatro, puede que encuentren en la experiencia los argumentos para no volver; la falta de información, o lo que es peor, la información inadecuada, conduce al público a espectáculos que soporta estoicamente, por carecer de criterio para rechazar sus avales culturales o de popularidad; luego, claro está, no vuelve. Para evitar este fenómeno tan frecuente, propongo la creación de lo que denominaría "crítico popular", que estaría formado por representantes cualificados de las distintas asociaciones de espectadores, los cuales emitirían, tras la asistencia al preestreno y mediante el voto, su valoración de la obra. Valoración que posteriormente se difundiría en  los distintos medios de comunicación, para así orientar a quienes como ellos, son espectadores de a pie. Quizá también en esta figura, ligeramente asamblearia, podría encontrarse la solución para dictaminar qué espectáculos son de interés cultural y, en consecuencia deben ser ayudados, y cuáles subsistir por su interés popular, es decir, por sus ingresos de taquilla.

Hasta aquí he expuesto de forma somera lo que sería una política de públicos, sector tradicionalmente desatendido. Los espectadores no hacen declaraciones a la prensa, y por tanto, no es necesario darles dinero para que no molesten.

Voy a ocuparme ahora de la profesión.

Son muchas las iniciativas que cabría proponer para revitalizar el teatro desde la vertiente profesional: la estabilidad de los grupos de creación, el entrenamiento del actor, la programación de un teatro de aquí y de ahora, la infraestructura necesaria frente a la infraestructura suntuaria, el tratamiento publicitario del teatro, etc.; temas todos ellos necesitados de un nuevo enfoque y que por sí solos justificarían, como en el caso de la formación del profesional, de la extensión de un monográfico. Porque probablemente sea la propuesta que origine mayor controversia, pero, sobre todo, porque considero que su transformación repercutiría en todos los ámbitos, voy a centrarme en lo que sería un nuevo sistema de abordar la producción.

La pregunta previa sería: ¿cómo se produce el teatro en España? Existe un teatro público (nada que objetar), unas compañías estables, el 90% catalanas (nada que objetar, y mucho que aprender), algunos empresarios (pocos) cuya actividad se corresponde con el sentido capitalista del término; no faltan tampoco aventureros, pícaros, o descaradamente estafadores, pero, sobre todo, el teatro se produce a partir de iniciativas de directores, actores y, en algunos casos, autores, los cuales, al no encontrar el modo de llevar a la práctica sus proyectos, tienen que asumir las funciones de productor (no era ése su objetivo cuando decidieron dedicarse al teatro, pero ahí están, jugándose la vida para ganar el derecho a expresarse). Por otra parte me pregunto: ¿con qué dinero se produce? Con el de la taquilla y el de las subvenciones o caché, o lo que es lo mismo, con el dinero del público y con el dinero público. También con el dinero del empresario, pero este capítulo, en la globalidad del negocio hay que reconocer que es testimonial, por mucho que escueza cuando la ruina le toca a uno. Hay pues, en mi opinión, unos recursos públicos (por doble vía) y una aportación empresarial tan mínima que no parece lógico que, para salvaguardarla, nos empecinemos en un sistema de economía de mercado que fatalmente nos está conduciendo a quedarnos sin economía y lo que es peor, sin mercado (entiéndase espectadores).

Que el sistema de subvenciones es un sistema perverso es algo que sólo niegan quienes las reciben. Y si no perverso, inoperante. ¿A qué ese afán de defender un mecanismo de producción que sólo produce ruina?, ¿no hay otra alternativa? Quienes tienen el privilegio de estar cogidos a la teta no quieren ni oír hablar del asunto. Para nada pretendo perturbar su digestión, pero creo que podrían experimentarse otros modos de producción que, sin perjudicarles, beneficiaran a otros muchos.

Transformemos el sistema de subvenciones (en metálico) por un sistema de ayudas (en especies). Que la Administración (o administraciones) aporten infraestructura (aulas de ensayo, salas de representación debidamente dotadas, personal técnico, transportes, publicidad básica, Seguridad Social…) y que los creadores aporten su creatividad, con el sólo riesgo de su aportación laboral o con los riesgos que ellos quieran asumir: alardes escenográficos, campañas de publicidad complementaria, largos períodos de ensayo, lo que necesiten. A cambio, recibirían la globalidad de la taquilla para repartirla según los porcentajes previamente pactados (lo que antiguamente se llamaba "ir a partido"; como veis, la propuesta no es ajena a la tradición).

¿Ventajas? Para empezar, las cuentas claras, que no es poco. Con este sistema de ayudas iba a ser difícil comprarse un Mercedes por leasing, y desgravarlo como gasto del negocio. Ya sé que el caso es puntual, pero se ha dado, y aún este empresario se lamentaba de que el teatro era ruinoso, y eso pese a las fuertes subvenciones que recibía. Produciendo según mi propuesta, las ayudas al teatro irían al teatro (sin perjuicio de que cada cual emplee sus ganancias en lo que más le plazca), no que ahora se corre el riesgo de que gran parte de ese dinero se extravíe en oscuros asientos contables.

Por lo demás, es obvio que tal sistema optimizaría recursos, ya que la misma infraestructura que se aportó como ayuda a un grupo de creadores, quedaría a disposición del siguiente proyecto. Si a esto añadimos la liberación que supondría poderse desentender de los agobios de la producción, es lógico pensar que muchos creadores negados para el negocio, en estas condiciones, podrían llevar a término sus proyectos.

En definitiva, mi propuesta se resumiría así: No hagamos política cultural a la medida de los empresarios de la cultura. Eduquemos al público, enseñémosle a jugar al teatro, que entienda; que si entiende, ya exigirá. Que sea un público activo, capacitado y protagonista. Por otra parte, facilitemos la creación, sin someter a los creadores a censuras económicas o burocráticas. El objetivo debe ser que público y creadores se encuentren. Quien administre debe ingeniar los mecanismos para que cuando se hable de creación no se acabe siempre hablando de dinero. Ya, ya sé que estamos en una sociedad de mercado, pero también aspiramos a una sociedad del bienestar, y al igual que el Estado suministra sanidad o educación, no entiendo por qué no cultura.

Y cuidado, no propongo una cultura estatalizada (nada más anti-cultura), estoy hablando de una infraestructura de titularidad pública en la que se encuentren unos creadores con libertad para crear, frente a unos espectadores con capacidad para exigir.

O sea, la utopía, ahí es nada.

Jesús Campos García



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