Jesús Campos García
Autor teatral, director y escenógrafo

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Danza de ausencias.
Nota del autor


 

 

 

 

 

 

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Publicado en: Jesús Campos, Danza de ausencias, Guadalajara, Junta de Comunidades de Castilla-La Mancha, 1993, pp. 11-12.

 

Nunca fui escritor de ideas previas. La palabra y su escritura, la codificación de los signos escénicos, la tiranía en fin de la creación, fue condicionando mi pensamiento, conduciéndolo a posiciones que jamás antes de su plasmación habría considerado como propias.

Tal indagación, con la humildad y vanidad que esta actitud conlleva, me permitió avanzar al hilo de mis contradicciones, hasta situarme, allá a finales de los 70, frente a un texto: Es mentira, y su posterior puesta en escena, obra a partir de la cual ya nada tenía sentido. Si todo era mentira, mi trabajo también lo era; yo mismo era mentira por más que intentara parapetarme tras el mecanismo automático del creador-médium, como si con tal argucia pudiera situarme al margen de tan perverso como bien intencionado axioma.

Bloqueado por un empacho de coherencia, permanecí inactivo durante años, hasta que ya en los 80, y bajo los efectos del automatismo al que antes aludía, me enfrenté a la muerte, culminación de todo conflicto, máxima categoría de lo agónico (o teatral). Qué mejor oportunidad para reconciliarse con la escritura. Ante la extinción de la vida, las disquisiciones sobre la verdad y/o la mentira pasan a ser florituras de mente ociosa. Fue así como escapé de aquel letargo; mas si al fin cerraba el paréntesis de inactividad, en aquella refriega dejaba empuje y osadía, o lo que es lo mismo, la fe. Falto de mayor ambición, abordé la muerte (a la sazón, ya antigua compañera de trabajo) sirviéndome de un clásico, no adaptándolo (subgénero que no me estimula lo más mínimo), sino reescribiéndolo, prolongando aquella Danza General de la Muerte cuyos personajes tal vez carecieran de soporte argumental, aunque ya apuntaban con vigor la relación antagónica entre pasado y negación de futuro. A la Doncella, el Rey o el Labrador de antaño, añadía de mi cosecha la Violinista, el Chatarrero, la Marquesa y otros, los cuales, siglos después, seguían «danzando» el trance con el mismo dispositivo escénico, quizá ligeramente maquillado por imperativos de los nuevos tiempos, pero en esencia con la misma carpintería teatral. No podía ser de otro modo.

La necesidad de encontrar un camino para la difusión del trabajo y cierta alergia a los escenarios (siempre hostiles a todo lo que no sea sota, caballo y rey) me hizo pensar en la televisión. Nada más lógico que ofertar los textos a un medio donde vemos más muertos que en la vida real, mientras, por el contrario, rara vez se nos propone una reflexión sobre la muerte. ¡Ingenuo de mí! ¿Cómo el mundo de la publicidad y la imagen, encargado de estimular el consumo, iba a inquietar a su clientela con semejante tema? Morir y comprar son verbos difíciles de coordinar, y puestos a elegir, preferible dejar la muerte en la recámara, que son mayoría (rozando la unanimidad) los que se inclinan por las excelencias del mercado.

La serie, de trece monólogos, fue rechazada por TVE (casualmente un año después programaban otros monólogos menos macabros, aunque eso sí, soporíferos; en su pecado llevaron la penitencia); y a mí se me agotaron las pilas al terminar el séptimo. Tras varios años de archivo, y sin gran convencimiento, con tres de los monólogos (los de mayor teatralidad) organicé la propuesta de espectáculo que, gracias al Premio Castilla-La Mancha, encuentra al fin, en el angosto camino del libro, el modo de salir al encuentro.

 

Jesús Campos García



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